El viejo Pascual no se resignaba a jubilarse. Quería seguir cuidando sus tierras como siempre había hecho. Cierto que de noche sus huesos protestaban, pero el no les hacía caso. Así había pasado la vida y le había ido bien, dejando a los demás que dijeran, que murmuraran o criticaran lo que les diera la gana, mientras él iba a lo suyo. Aquella mañana decidió acercarse en torno al viejo acebuche, el que estaba junto al lindero del vecino. No había ido por allí en diez años, desde que desapareció la niña, su nieta María, y la Guardia Civil investigó a su colindante, al que habían visto hablar con la pequeña más de una vez, y en una ocasión le había regalado caramelos. Nunca pudo demostrarse nada. El vecino siguió viviendo su vida y en prueba de buena fe, colaboró el primero en búsquedas durante meses por las tierras vecinas, hasta que pasado el tiempo y agonizantes las esperanzas, la investigación se dió por finalizada. La niña jamás apareció, ni viva ni muerta. El acebuche era el lugar preferido de María y allí había sido vista por última vez. Fue el primer sitio al que se dirigió el abuelo, y cavó en torno a él buscandola, pero no encontró más que piedras, raices y la madriguera de unos conejos.
Llegado al pie del árbol, los recuerdos cabalgaron desbocados. El acebuche estaba rodeado de maleza hasta más de medio tronco. Pascual decidió que ya era tiempo de sanar heridas y empezó a cavar. Primero con suavidad, poco a poco, más a medida que iba avanzando en la tarea, una fuerza desconocida se apoderó de él y comenzó a golpear con todas sus fuerzas, con el vigor que tenía cuando era joven y no tenía rival sobre los campos. Cuando se dió cuenta, vió que estaba cavando hacia abajo y que había abierto un profundo foso en uno de los lados del árbol, sin embargo no por ello cesó en su empeño sin sentido, sino que muy al contrario, lo retomó con más ahinco sin saber por qué lo estaba haciendo. De pronto, la azada tropezó con algo, fragil y quebradizo. Quizá los huesos de un pequeño animal. Pascual dejó la herramienta con el corazón en la garganta, y con sus propias manos fue extrayendo la tierra con delicadeza. Lo sabía, siempre lo supo. La niña había vuelto al acebuche. Su verdugo, la había escondido, y pasado el peligro la había llevado al lugar donde nadie sospecharía. Una tela de cuadros azules podrida y arrugada envolvía un montón de huesos. Una pequeña mano que se partió al cogerla. Lo que fue la cabeza de una niña en la que aún quedaban mechones de pelo oscuro. Unas fámelicas costillas. Y la pulserita de estrellas que regaló a María en su último cumpleaños.
Llegado al pie del árbol, los recuerdos cabalgaron desbocados. El acebuche estaba rodeado de maleza hasta más de medio tronco. Pascual decidió que ya era tiempo de sanar heridas y empezó a cavar. Primero con suavidad, poco a poco, más a medida que iba avanzando en la tarea, una fuerza desconocida se apoderó de él y comenzó a golpear con todas sus fuerzas, con el vigor que tenía cuando era joven y no tenía rival sobre los campos. Cuando se dió cuenta, vió que estaba cavando hacia abajo y que había abierto un profundo foso en uno de los lados del árbol, sin embargo no por ello cesó en su empeño sin sentido, sino que muy al contrario, lo retomó con más ahinco sin saber por qué lo estaba haciendo. De pronto, la azada tropezó con algo, fragil y quebradizo. Quizá los huesos de un pequeño animal. Pascual dejó la herramienta con el corazón en la garganta, y con sus propias manos fue extrayendo la tierra con delicadeza. Lo sabía, siempre lo supo. La niña había vuelto al acebuche. Su verdugo, la había escondido, y pasado el peligro la había llevado al lugar donde nadie sospecharía. Una tela de cuadros azules podrida y arrugada envolvía un montón de huesos. Una pequeña mano que se partió al cogerla. Lo que fue la cabeza de una niña en la que aún quedaban mechones de pelo oscuro. Unas fámelicas costillas. Y la pulserita de estrellas que regaló a María en su último cumpleaños.
Presencias Invisibles
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