lunes, 26 de diciembre de 2011

LAS MIL Y UNA NOCHE por A. Galland. "Historia del pájaro que habla, del árbol que canta y del agua de oro".


 
Había en otros tiempos un príncipe persa, llamado Koruscha, al cual  le agradaba mucho recorrer por la noche, disfrazado, las calles de la ciudad en busca de lances y aventuras. Murió el Sultán, su padre; el Príncipe subió al trono,  y a pesar de su alta categoría, no por eso prescindió de sus primeras aficiones, que le proporcionaban el enterarse a fondo de lo que en su capital ocurría. Una noche, que salió acompañado de su gran Visir, se detuvo a la puerta de una casa, de pobre aspecto, miró por el ojo de la cerradura y vió a tres hermanas sentadas en un sofa, que estaban conversando. -Yo- decía una - quisiera casarme con el panadero del Sultán para comer siempre ese pan tan bueno que le hacen.
 -Y yo-replicó la segunda - desearía ser mujer del cocinero mayor del soberano, porque me gustan mucho los excelentes guisados.
-Pues yo, por mi parte - dijo la menor de las hermanas, que era una joven muy linda-, no soy tan modesta como vosotras, y codiciaría ser esposa del Sultán.
Los deseos de las tres hermanas, y sobre todo el de la menor, le parecían tan extraños al Sultán que determino satisfacerlos, para lo cual hizo que su gran Visir llevase a las jóvenes al día siguiente a Palacio. Fueron allá, inquietas y temerosas, y grande fué su rubor al saber que el soberano había descubierto el secreto de sus pensamientos, y que estaba, además, decidido a realizarlos sin demora. Quisieron excusarse, pero todos sus esfuerzos se inutilizaron ante la voluntad del Sultán; celebráronse las bodas aquel mismo día; las de las hermanas mayores con la poca ostentación que era consiguiente a la clase humilde de sus respectivos maridos, y la de la hermana menor con la pompa y el fausto que requería el enlace del soberano. Esta notable diferencia excitó los celos y la envidia de las dos hermanas, quienes resolvieron vengarse de la Sultana a toda costa. Valiéndose de intrigas y malas artes, se apoderaron del primer hijo que tuvo su hermana, y, dentro de una cesta, arrojaron al recien nacido a las aguas del canal que pasaba por los jardines de Palacio.
Casualmente paseaba en aquel momento a lo largo del canal el intendente de los jardines y al ver la cesta que flotaba sobre las aguas llamó a un jardinero y le ordeno que la recogiese.
El buen intendente se quedó aturdido al descubrir que la cesta contenía un niño, que a pesar de ser recien nacido, como se echaba de ser enseguida, acusaba una belleza extraordinaria.
Largos años hacía que el intendente estaba casado, sin que el cielo le hubiese concedido un hijo; así, pues, interrumpiendo su paseo, mandó al jardinero que le siguiese con la cesta y entró en la habitación de su mujer, exclamando:
- ¡Esposa mía, ya tenemos un hijo! Buscad enseguida una nodriza y cuidarlo como si fuera vuestro.
La mujer tomó al niño y, mientras le cubría de besos, pensaba el intendente:
- No me cabe duda de que ha sido arrojado al canal desde las habitaciones de la sultana; pero me guardaré muy mucho de prácticar investigaciones, que podrían llevar la guerra adonde tan necesaria es la paz.
Al año siguiente la sultana dió a luz otro Príncipe, y las desnaturalizadas hermanas lo colocaron también en una cesta y lo echaron al canal, diciendo al Sultán que su esposa había alumbrado un gato.
Afortunadamente para el niño, el intendente de los reales jardines paseaba a lo largo del canal y lo llevó a su casa.
El sultán de Persia, desesperado pro esta nueva desgracia, de la que culpaba a su esposa, pensaba castigar a ésta cruel mente, pero el Visir logró calmarlo.
Finalmente, la sultana dió a luz por vez tercera a una princesa, y la inocente criatura corrió la misma suerte que sus hermanos. Las dos hermanas, que habian decidido no dar por terminada su abominable empresa hasta ver a su hermana menor despreciada por el Sultán, confiaron también al canal la Princesita, que , como sus hermanitos, fue recogida por el intendente.
El sultán Koluscha no pudo contenerse al tener conocimiento de este nuevo parto.
- ¡Cómo! - exclamó -. ¿Esa mujer indigna de mi afecto va a llenar mi palacio de monstruos? No será así, a fe mía. Ella es también un monstruo del que debo librar al mundo.
Pronunciaba así la sentencia de muerte, ordeno al Visir que la hiciera ejecutar sin perdida de tiempo.
Éste y los cortesanos que se hallaban presentes prosternaron ante el Sultán, suplicándole que revocase la sentencia.
-Señor- dijo el Visir - , permitame Vuestra Majestad hacerle presente que las leyes del reino sólo condenan a muerte al que haya cometido un gran delito, y los tres partos de la sultana no se pueden considerar como tales. A infinidad de mujeres les ha sucedido y les sucede diariamente lo mismo, y por esto se les considera dignas de compasión, pero no de castigo. Puede vuestra Majestad no volver a verla, pero dejadla vivir. El continuo dolor en que vivirá desde que le retireis vuestra gracia, será el mayor castigo que puede aplicarle a una delincuente.
- Es cierto - repusó el Sultán - ; que viva, pero en condiciones que le hagan desear la muerte. Mandad que la encierren en una jaula de madera de modo que quede fuera la cabeza y vestida con telas groseras exponedla en la puerta de la mezquita principal. Ordenad al mismo tiempo que todo musulmán que vaya a hacer sus oraciones esta obligado a escupirle en el rostro, so pena de sufrir el mismo castigo.
El tono con que el Sultán pronunció este último decreto hizo enmudecer al Visir, y la bárbara orden fue cumplida.
El intendente y su mujer criaron a los principes con ternura paternal, que aumentaba a medida que crecian en edad. Los niños revelaban todos ingenios extraordinario, y la Princesa una belleza sorprendente. Cuando tuvieron edad para ello, el intendente les puso un maestro para que les enseñase a leer y escribir; la Princesa, que asistía a sus lecciones, mostró tan vehementes deseos de instruirse, que su padre adoptivo le dió el mismo receptor, y en poco tiempo alcanzó y aventajó a sus hermanos.
Con los mismos maestros estudiaron geografía, poesía, historia y ciencias, incluso las ocultas, y como nada encontraban dificil, hicieron tales progresos que sus maestros se vieron obligados a declarar que sabian ya tanto como ellos.
Los Príncipes aprendieron también equitación, y la Princesa, que no quería que la sobrepujasen en nada sus hermanos, ejercitóse con ellos, de manera que sabía montar a caballo, guiarlo y tirar la jabalina con destreza sorprendente.
El intendente, henchido de gozo al ver que los niños por él criados correspondian de tal suerte a los sacrificios y penalidades que se había impuesto, quiso hacer todavía más gastos para mayor comodidad de sus hijos adoptivos; así, convirtió su modesta casa en mágnifica mansion, rodeada de jardines a los que añadió un bosque extensísimo y poblado de animales de todas clases, como con objeto de que lso Principes pudiesen dedicarse al ejercicio de la caza como lo tuvieran por conveniente.
Cuando el edificio estuvo concluído, alhajado con arregio a su magnificencia y en condiciones de ser habitado, el intendente fue a postrarse a los pies del Sultán y le suplicó, que en atención a su edad tan avanzada, le relegase de su cargo que habia desempeñado durante los reinados del abuelo y del padre del actual soberano, y continuaba desempando aún. El Sultán se resistió al principio a desprenderse de un servidor tan fiel, pero al fin, conmovido por sus súplicas, hubo de ceder, asegurando al viejo intendente que siempre le querría y honraría como hasta entonces.
La esposa del intendente habia muerto ya, y el anciano se instaló en su palacio, en compañia de los dos Principes, a quienes había impuesto los nombres de Baman y Perviz, y de la Princesa, que se llamaba Parizada, que no habian conocido otro padre que el intendente de los jardines del sultán, rindiéronle honores fúnebres que el amor y la gratitud filial exigian de ellos. Satisfechos con los cuantiosos bienes que heredaron, vivieron juntos y amandose mutuamente, sin mas ambición que la de ser gratos los unos a los otros.
Cierto día que los dos Principes habían ido de caza y la Princesa quedó sola en el Palacio, llegó una vieja y devota musulmana rogando que le permitiesen entrar para hacer sus oraciones.
La Princesa ordenó que la condujesen al oratorio, que a falta de mezquita, había hecho construir el intendente, y que cuando la devota hubiese terminado sus oraciones le enseñasen la casa y el jardin
y se la presentasen luego.
Parizada aguardaba a la vieja musulmana en un vasto salón que sobrepujaba en magnificiencia a todos los departamentos del suntuoso palacio.
-Mi buena madre - le dijo en cuanto vió a la anciana -, acercaros y tomad asiento a mi lado. Me felicito de que la fortuna me ofrezca ocasión de aprovechar el buen ejemplo y oír los buenos consejos de una persona como vos.
La devota queria sentarse en el suelo, pero la Princesa la obligó a hacerlo en el sitio de honor.
-Señora - dijo entonces la anciana - , no esperaba ser recibida con tanta benevolencia, que no merezco; pero me lo mandais y fuerza es obedeceros.
La conversación se prolongó largo rato sobre los ejercicios de devoción que la musulmana practicaba y su género de vida, por último, le preguntó Parizada qué le había parecido su casa.
- Señora - repuso la anciana -, muy mal gusto habia de tener para no encontrarla admirable: es espléndida, amena, alhajada con magnificencia, y está situada en un paraje encantador.
Sin embargo, me tomaré la libertad de deciros que, que para no tener igual en el mundo, le faltan tres cosas.
- ¿ Qué cosas son ésas , mi buena madre? - preguntó la Princesa-, Os ruego que me las digáis, pues os juro que haré cuanto esté en mi mano para adquirirlas.
-Señora - contestó la devota musulmana-, son el pájaro que habla...  



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